Mucho se habla y habló sobre la nueva generación de narradores peruanos, en especial, de la camada nutrida en los claustros del Fundo Pando (Iparraguirre, García Falcón, Castañeda, Page, Edwin Chávez, Leonardo Aguirre y quien escribe), una eclosión sorpresiva incluso para nosotros sus protagonistas, contertulios de cafeta que considerábamos nuestro oficio narrativo como feliz excepción, en ningún caso la norma. Porque cuando ingresé a la Católica, había poetas como cucarachas. Levantabas una piedra salían corriendo cincuenta cuales chanchitos de tierra. Eran los tiempos del colectivo Cieno, los recitales novissima verba (donde Lasso reuniera a cuanto grupete de borrachos de Quilca llegó a contactar), de las primeras performances tecnopoéticas de Florentino Díaz (quien entonces les dedicara una Oda calimáquea a los talibanes del 11 de setiembre) y figuras aisladas y extravagantes que de súbito interrumpían tu almuerzo para prestarte o regalarte su poemario recién impreso en A4. La mayoría desertó temprano de sus pretensiones líricas, quizá porque debieron dedicarse a sus estudios de verdad y la poesía estaba demasiado emparentada con espacios que abandonaron al ingresar a Facultad como la Cabañita, Elo’s, el Hueco Verde; quizá porque su vínculo con la literatura se reveló sentimental antes que intelectual y resueltas sus ansiedades y desasosiegos de tardía adolescencia, no quedaban temas por expresar o discutir.
No costaba reconocerlos, dado su limitado acervo común de lecturas que jamás trasponían el lindero de la poesía contemporánea, en especial, la peruana a partir de las vanguardias: Adán, Varela, Eielson, Watanabe, Cisneros, Hinostroza, pero nunca jamás Vallejo (cosas de sanmarquinos o académicos). Repetían como salmos aquello del “silencio” de Westphalen y adoraban a Moro con devoción irritante, la misma reverencia necrófila que profesaban por Pizarnik, Södergran, Trakl, Kavafis y demás poetas que indujeran la depresión, el deporte de aventura por antonomasia del joven poeta PUCP. Hablaban de surrealismo aunque dudo que alguno leyera directamente a Bréton, Aragon o Souppault, sino algún epígono hispánico. Ninguno leía a Pound y Eliot, ninguno tenía entre manos siquiera una antología de sonetos del Siglo de Oro, de trobar clus, de poesía oriental (todos escribían haikus, de hecho, sin conocer a Bashou). Resultaría superfluo, entonces, mencionar que tampoco leían narrativa, por pereza o porque estarían forzados a enfrentarse a su ignorada bestia negra: el ejercicio racional. Los muchachos necesitaban emocionarse, procurarse un infierno artificial para encubrir de discursos prestigiosos sus angustias y manías sin someterlas a una interpelación teórica que hubiera exigido también una toma de conciencia acerca del mismo quehacer literario.
No existían poéticas en el sentido programático ni como declaración meditada de principios, sino meros y vulgares “rollos”, resumidos con espantosa frecuencia en la frase “Vivir en poesía”, una muletilla que subyace a cuanto manifiesto poético de cuarta se paría entre Riva Agüero y Universitaria, y disimulaba un esencialismo romántico degradado hasta sus niveles más elementales. Según este modelo, los actos de producción estética derivan de una fuerza externa al agente, que imprime sobre la materia una voluntad que supera su capacidad de control racional sobre la composición, como los daemon platónicos o las musas homéricas. Sin embargo, en pleno siglo XXI plantear este simulacro de arrobamiento místico en coordenadas espirituales hubiera resultado anacrónico: el “vuelo” debía desencadenarse empleando otros medios, entiéndase, la corporalidad espiritualizada, la santificación de los vicios y un psicoanálisis para principiantes de aplicación personal exclusiva cuya única utilidad era proporcionar un discurso clínico-mítico a la tríada fundamental del poeta PUCP de taller: tirar, chupar y deprimirse, los pilares de la nunca conceptualizada, pero siempre sugerida marginalidad que ansiaban encarnar acudiendo, sin percatarse del absurdo, a clichés rutinarios de la insumisión juvenil, como volverse de izquierda. Entrar al “rollo” era papaya, casi gratuito, en boulevard Quilca vendían el set completo, te deprimías una noche y escribías un poemario, pintabas un cuadro o disecabas un papagayo para una instalación.
En “Carlos Gallardo”, el último cuento de Parque de Las Leyendas (2004), se intercalaban con la narración fragmentos de un artículo escrito por el protagonista y narrador, dedicado a desmontar “Las imbecilidades literarias” (que ahora publico por separado en pdf para su descarga digital. Ver link abajo). No abundaré en las invectivas e impugnaciones de cinco años atrás, quizá porque alejado académica, laboral y subjetivamente de la Católica, haya moderado mis reproches a personajes tan pintorescos que conocí de manera superficial, con quienes trabé amistades efímeras o enemistades ocasionales, porque asimilar un “rollo” durante tus Estudios Generales no constituye crimen ni pecado, sino adherirse con ingenuidad lindante con la estupidez, pero justificable por la inexperiencia, a un discurso atractivo y excitante que esconde con eficiencia sus fisuras, estereotipos y anquilosamiento, y convierte en tema de trascendencia universal sus anhelos de pasión prefabricada. Excelente, renuncié a mis prejuicios y comprendo que cualquiera cediese ante la tentación. No obstante, entre parrandearse y sugestionarse para alcanzar el paraíso psicopatológico, los jóvenes poetas PUCP pretendieron divinizar su oficio cubriéndolo de un halo erótico y extático, y convertirse en santos profanos o sacerdotes de la marginalidad trasladando la poesía a sus actos (equivalente a emular las vidas de determinados poetas icónicos de quienes leían con avidez diarios, biografías o epistolarios), pero evadieron una discusión primordial que los narradores entonces asumimos con extraña sensatez: la fundamentación teórica estilística de la composición.
“Vivir en poesía” impedía a los poetas cumplir esa tarea. Todo rudimento de poética sostenido, de manera expresa o inconsciente, en la inspiración, renuncia a considerar las Artes, en especial, la literatura, como techné, como técnica, como ingeniería de elementos verbales para la constitución de una estructura retórica eficiente. No puede concebirse la poiesis en negación de la techné, son movimientos distintos dentro de un mismo proceso, como inventio y dispositio. Esta visión tecnificadora y racionalizada de la creación literaria desbarataba la glorificación religiosa del oficio poético; implicaba que los escritores declinasen al papel de héroes o lumbreras, dotados de una visión privilegiada y superior al resto de sus contemporáneos, que habían incubado a través de diversos referentes fragmentarios; pero además, con mayor énfasis, supone inscribirse en un universo teórico antes que emotivo, admitir que el pathos textual no puede juzgarse por su veracidad o falsedad, es decir, comenzar a desconfiar en la literatura como imperio de las subjetividades, aceptar que los sentimientos descritos en cualquier poema son elaboraciones verbales y conceptuales, cuya autenticidad jamás podrá comprobarse sino como enunciación de una máscara, las personae de Ezra Pound. Escribir es fingir, mentir, tender trampas, engatusar.
Hubo, sin embargo, poetas ajenos a tanta levedad endémica, que supieron concebir la poesía como un ejercicio intelectual y para quienes el rótulo de poeta PUCP resultaría injusto (aunque estudiaran en la Católica): Manuel Fernández, José Miguel Herbozo, Roberto Zariquiey, Fred Rohner, Elio Vélez, Jorge Trujillo, cada cual imbuido de una vasta amalgama de referentes teóricos y estéticos, cultos y populares, desde los Evangelios, pasando por la poesía barroca, la lingüística, la violencia política, la música criolla, etc. Eran conscientes de trabajar sobre el lenguaje antes que sobre los sentimientos, aun cuando la subjetividad estuviera en juego, insertándose en el debate estético a través de sus poéticas, en ocasiones enunciadas en un poema específico (como “Generativismo” de Zariquiey) o una postura estilística (como la imitación del poeta áureo en el caso de Vélez). Los arriba citados alcanzaron la publicación independiente (y según su suerte, el éxito crítico y el reconocimiento institucional), mientras el poeta PUCP jamás salió de su feudo de fanzines, revistas de tres números, folletos, plaquetas engrapadas o los tomos de Creación Literaria encargados por el Rectorado de EE.GG.LL. para salvaguardar en archivo la memoria del poeta menor. Quizá la mejor explicación a semejante coincidencia apele de nuevo a la racionalización del oficio literario, el compromiso de adoptarlo como medio de elaboración artística antes que moda, pose, consuelo o sucedáneo para el prózac.
Puede reprochárseme que critico actitudes que podrían compatibilizar con la conducta de Carlos y Carlota, la pareja protagónica de espuma! y quienes posibilitarían la exposición del contenido ideológico de la novela. Por fortuna, existe una distancia insalvable que requiere aclararse. La apología de la corporalidad, la libertad individual y el desborde inventivo no son exclusividad del romántico. Carlos y Carlota construyen un universo léxico antes de lanzarse a componer su relación. Buscan una plataforma consecuente que explique su mundo, pero su estatuto jamás es marginal ni alterno, sino una burbuja más de la extensa red de espuma. Carlos y Carlota no viven en poesía, viven en teoría: desde su reconciliación sentimental que transcurre hablando de la ética del escritor, sus aclaraciones lógicas y lingüísticas en torno a la palabra amor, su incursión a la hermenéutica con Trilce V, el concepto de indisolubilidad, el heica, etc. Su relación depende de la dispositio para materializar la inventio, Carlos es capaz de reconocer a Carlota por su manera de escribir. Pocos personajes secundarios quedan exentos de racionalizar sus circunstancias, quizá Chupo sea el menos reflexivo: teoriza Fermín sobre las firmes y jugadoras, teorizan Peter y Lolo sobre mujeres, teoriza Chula sobre fútbol, teorizan todos sobre la amistad.
A veces me pregunto si escribí espuma! pensando también en los jóvenes poetas PUCP que conocí durante seis años de estancia en el Fundo de Riva Agüero, si necesitaba oponer a la utopía trágica del irracionalismo romántico una antiutopía (igualmente utópica) del razonador desconfiado pero optimista fundada sobre la parodia. Quizá porque en secreto deseaba impedir que siga reproduciéndose la insensatez y la imbecilidad, el “Vivir en poesía” que continúa colándose en las declaraciones de alguna poeta que entrevistada por cierto periódico se siente urgida de proponer un manifiesto rápido y compacto. El tiempo me contestará si estaba equivocado; por mientras, prefiero esta respuesta de Carlota ante las dudas de Carlos:
–¿Alguna vez pensaste que podríamos ser marginales, Carlota? –Vivimos en hogares equilibrados obedeciendo a nuestros padres, sacamos las mejores notas del colegio, criamos una mascota, profesamos un “sistema de creencias”... Para marginalizarnos, deberíamos aniquilar esa familiaridad. Imposible, lo siento. Agradécelo.Descarga Inauguro la sección de descargas con esta ¿reimpresión? virtual y por separado de "Las imbecilidades literarias", el artículo que cita Carlos Gallardo en el cuento homónimo de Parque de Las Leyendas. Para descargar basta con darle clic al link y esperar que aparezca el link de download en la página de Send Space.
http://www.sendspace.com/file/1nvd5v