
Carlos Gallardo (Buenos Aires, 1944-2008) murió el 21 de diciembre último víctima de un accidente de tránsito. Quienes hayan leído mi cuento “Carlos Gallardo” de Parque de Las Leyendas reconocerán en este fenecido artista rioplatense al sustrato narrativo de mi personaje homónimo, el irracional y efusivo pintor que, casualidades de la ficción, se encuentra en Madrid con otro Carlos Gallardo, becario peruano y escritor. La historia comenzó a bosquejarse cuando, jugando con internet, googleé mi propio nombre y encontré una referencia al cuadro “Quimera”. Perdí curiosidad por conocer demasiado al verdadero Gallardo argentino, quizá porque empezaba a inquietarme su encarnación ficticia y necesitaba transmutar esta chispa en argumento. Nunca sospeché, mientras escribí el relato, que estaba redundando en el tradicional tema del doble o dopplegänger, aunque, producto de mis lecturas de Mircea Eliade (en Mefistófeles y el andrógino), pensaba siempre moverme en el terreno de la coincidentia oppositorum, un espacio menos esquizofrénico, sino dialógico, de confrontación entre dos discursos opuestos e irreconciliables. Ahora, enterado de la trágica muerte de Gallardo, me percato de cuán vinculado podía sentirme con un perfecto desconocido por intercesión de las eventualidades narrativas, esos gemelos diabólicos o alter egos inversos, fruto de la geminación ficcional, hermanos y enemigos de nuestros héroes, como ocurre en espuma! con otro pintor: Daniel Arrué, el Chupo.
La inmensa mayoría de personajes en la novela están emparentados con personas reales o, diríase mejor, con imágenes parciales de individuos que conocí durante mi secundaria, una identidad también postiza, impuesta por el lonsa para propiciar la palomillada. Ocurre por necesidad en cualquier salón de clases y reproduce los órdenes sociales en el microcosmos del aula: siempre tendremos al cholo, al negro, al colorado, al chino, al chato, al gordo, al feo, al marica, al loco, al maleado, al chancón, al florero, al atorrante. No importa que sean o parezcan. Son máscaras, personajes de nuestra commedia dell’arte colegial, del carnaval cotidiano del salón, las cuales subyacen en Miki, Lolo, Peter, el Charro, Javier y otros, en quienes mis compañeros de promoción podrían verse reflejados (en sus actos o personalidad) de manera relativamente indirecta. Sin embargo, ocurre distinto con Chupo, porque jamás conocí a nadie que sirviera de modelo para su composición, fuera de mis propios demonios en búsqueda de un anti-doble. Daniel Arrué es Carlos Mantilla visto en negativo, como Giuliana es una parodia de Carlota y Fermín la antítesis de Miki. Pero, como sucede en Fausto, entre Mefistófeles y Dios existe una suerte de oscura comprensión y hermandad, una conciencia tan extrema de la incompatibilidad discursiva que termina rescatando esos extraños puntos en común, la identidad indispensable de los buenos enemigos. Esa consanguineidad reside en la vocación artística. Chupo se revela a través de sus cuadros, la pintura se adapta a su condición emotiva y cuando el lienzo se torna impersonal, se convierte él mismo en soporte y objeto pictórico de su imaginería de la autodestructividad.
La temática central de la obra del Chupo es el deseo, aunque su vinculación con el sexo como espacio privilegiado de materialización pareciera despertar esas asociaciones subconscientes que describe Carlos: esos cuerpos deformes, esa sensualidad desbordante, esas líneas sin destino, son instantes de vitalidad que se filtran en imágenes y aunque incomprensibles, asoman los temores e inseguridades de un sujeto plagado de ambigüedades morales, capaz de abusar de quien ama, pero atemorizado ante la posibilidad de convertirse en un monstruo. Muchos actos de Daniel son aborrecibles, es machista, petulante, seduce a su doméstica, pero estos alardes de superioridad ocultan al hombre débil, mínimo, inseguro, aquel que acabará por desplomarse siguiendo su propio camino de contradicciones. No obstante, la humanidad del Chupo tampoco se restringe a sus miserias. Ningún personaje, aunque trágico y solemne, se libra de comparecer ante el humor. La función de Arrué como proveedor de pornografía vuelve a conectarlo con las pulsiones subliminales, pero desde una perspectiva populachera y grotesca, donde no existen distingos estéticos ni jerarquías del goce y Las calenturas de Juan Camaney, El día de los albañiles y las calatas de calendario comparten el mismo armario con El último tango en París. La parodia como clave de la experiencia cotidiana, ese hilo conductor que pretendía imprimirle a la novela, alcanza con Chupo su plasmación extrema. Desbocado, engreído, agresivo, irreflexivo, acosado por eros y thanatos, le guardo un afecto especial, quizá porque sospecho que, siendo Carlos Mantilla una especie de ego-superego, Arrué vendría a representar una boceto de ello o id, ese lugar de la personalidad, según el psicoanálisis, donde residen nuestros impulsos biológicos, carnales y de supervivencia, en estado salvaje.
Como deseo y muerte marchan juntos, el último mejor amigo del Daniel crepuscular será el esqueleto del laboratorio de Biología. Acerca de Arnulfo, circulaban en el Claretiano varias leyendas. Según la fecha inscrita en su hueso coxal, murió en los años cuarenta, algunos dicen, durante un accidente de construcción, cuando trabajaba de albañil. Otros contaban que había donado su osamenta expresamente al colegio. Rumores aparte, muchas generaciones de estudiantes aprendimos in situ la ubicación de los huesos del cuerpo humano por intermedio del servicial e inmóvil Arnulfo. Todavía recuerdo los consabidos exámenes orales del profesor Ostolaza, preguntándonos, por ejemplo, dónde estaba el esternón. Para efectos de la evaluación, resultaba inconveniente señalar con el dedo (apuntaríamos a cualquier sitio, a la champa). Entonces, haciendo despliegue de su poca paciencia, Ostolaza nos quitaba el miedo de agarrar al muerto: “¡Pero tócalo pues!”
Carlos y Daniel jamás llegan a conversar sobre arte, pese a conocer sus aficiones. Su grado de confidencia y complicidad es menor, comparado con la empatía mutua de Mantilla, Peter y Lolo. Sin embargo, su compasión hacia Chupo, el sufrir una pequeña fracción de su dolor y acompañarlo en su desgracia sin siquiera conocerla, sugiere, quisiera creerlo, que Carlos presentía, con impotencia, que mediaba entre ambos una irreconciliable, una imposible, una irrealizable hermandad.
Soy el quejón de los 45 mangos... leí tu novela: me pareció notable... al leer espuma 0 me dije esta vaina es un tributo a convesación en la catedral???? arrastrivo, considerativo?.... luego... me di cuenta que sí lo era.... me resistía a creerlo, al comienzo,.,.,. pero al diablo con varguitas!.,..,. hallé en tu libro un lenguaje (sobre todo lenguaje OJO).... PROTEICO... DESMESURADO (¿echenique?....nooo!)... harta fibra en tus párrafos ... en los diálogos "ya los especialistas dirán"""" sí sí sí...) Me pareció, mira... sé que tu libro dará que hablar (no soy esbirro de estruendo mu... por siaca), si no lo hacen ya sabemos quienes son: los reseñistas rastrerones, los I J0putas-monitoreados por no sé quién diablos en realiad... imagino que por gente de tahys, y demás lastres... Algo que sí debo decir es que la trama, el nudo y la huevadaymedia no se nota muy bien, es decir, quien espera una historia con un algo que logre impactar y que espere ser resuelto... se dará de hoistias... problablamrnte el final, el antecedente al "anche..." es suficiente: para mí lo fue. Sufi pa mí. Repito repito y rerepito... pero para qué? es un pastiche en el mejor sentido de la parole... bla!