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Vivir en teoría


Mucho se habla y habló sobre la nueva generación de narradores peruanos, en especial, de la camada nutrida en los claustros del Fundo Pando (Iparraguirre, García Falcón, Castañeda, Page, Edwin Chávez, Leonardo Aguirre y quien escribe), una eclosión sorpresiva incluso para nosotros sus protagonistas, contertulios de cafeta que considerábamos nuestro oficio narrativo como feliz excepción, en ningún caso la norma. Porque cuando ingresé a la Católica, había poetas como cucarachas. Levantabas una piedra salían corriendo cincuenta cuales chanchitos de tierra. Eran los tiempos del colectivo Cieno, los recitales novissima verba (donde Lasso reuniera a cuanto grupete de borrachos de Quilca llegó a contactar), de las primeras performances tecnopoéticas de Florentino Díaz (quien entonces les dedicara una Oda calimáquea a los talibanes del 11 de setiembre) y figuras aisladas y extravagantes que de súbito interrumpían tu almuerzo para prestarte o regalarte su poemario recién impreso en A4. La mayoría desertó temprano de sus pretensiones líricas, quizá porque debieron dedicarse a sus estudios de verdad y la poesía estaba demasiado emparentada con espacios que abandonaron al ingresar a Facultad como la Cabañita, Elo’s, el Hueco Verde; quizá porque su vínculo con la literatura se reveló sentimental antes que intelectual y resueltas sus ansiedades y desasosiegos de tardía adolescencia, no quedaban temas por expresar o discutir.
No costaba reconocerlos, dado su limitado acervo común de lecturas que jamá
s trasponían el lindero de la poesía contemporánea, en especial, la peruana a partir de las vanguardias: Adán, Varela, Eielson, Watanabe, Cisneros, Hinostroza, pero nunca jamás Vallejo (cosas de sanmarquinos o académicos). Repetían como salmos aquello del “silencio” de Westphalen y adoraban a Moro con devoción irritante, la misma reverencia necrófila que profesaban por Pizarnik, Södergran, Trakl, Kavafis y demás poetas que indujeran la depresión, el deporte de aventura por antonomasia del joven poeta PUCP. Hablaban de surrealismo aunque dudo que alguno leyera directamente a Bréton, Aragon o Souppault, sino algún epígono hispánico. Ninguno leía a Pound y Eliot, ninguno tenía entre manos siquiera una antología de sonetos del Siglo de Oro, de trobar clus, de poesía oriental (todos escribían haikus, de hecho, sin conocer a Bashou). Resultaría superfluo, entonces, mencionar que tampoco leían narrativa, por pereza o porque estarían forzados a enfrentarse a su ignorada bestia negra: el ejercicio racional. Los muchachos necesitaban emocionarse, procurarse un infierno artificial para encubrir de discursos prestigiosos sus angustias y manías sin someterlas a una interpelación teórica que hubiera exigido también una toma de conciencia acerca del mismo quehacer literario.
No existían poéticas en el sentido programático ni como declaración meditada de principios, sino meros y vulgares “rollos”, resumidos con espantosa frecuencia en la frase “Vivir en poesía”, una muletilla que subyace a cuanto manifiesto poético de cuarta se paría entre Riva Agüero y Universitaria, y disimulaba un esencialismo romántico degradado hasta sus niveles más elementales. Según este modelo, los actos de producción estética derivan de una fuerza externa al agente, que imprime sobre la materia una voluntad que supera su capacidad de control racional sobre la composición, como los daemon platónicos o las musas homéricas. Sin embargo, en pleno siglo XXI plantear este simulacro de arrobamiento místico en coordenadas espirituales hubiera resultado anacrónico: el “vuelo” debía desencadenarse empleando otros medios, entiéndase, la corporalidad espiritualizada, la santificación de los vicios y un psicoanálisis para principiantes de aplicación personal exclusiva cuya única utilidad era proporcionar un discurso clínico-mítico a la tríada fundamental del poeta PUCP de taller: tirar, chupar y deprimirse, los pilares de la nunca conceptualizada, pero siempre sugerida marginalidad que ansiaban encarnar acudiendo, sin percatarse del absurdo, a clichés rutinarios de la insumisión juvenil, como volverse de izquierda. Entrar al “rollo” era papaya, casi gratuito, en boulevard Quilca vendían el set completo, te deprimías una noche y escribías un poemario, pintabas un cuadro o disecabas un papagayo para una instalación.
En “Carlos Gallardo”, el último cuento de Parque de Las Leyendas (2004), se intercalaban con la narración fragmentos de un artículo escrito por el protagonista y narrador, dedicado a desmontar “Las imbecilidades literarias” (que ahora publico por separado en pdf para su descarga digital. Ver link abajo). No abundaré en las invectivas e impugnaciones de cinco años atrás, quizá porque alejado académica, laboral y subjetivamente de la Católica, haya moderado mis reproches a personajes tan pintorescos que conocí de manera superficial, con quienes trabé amistades efímeras o enemistades ocasionales, porque asimilar un “rollo” durante tus Estudios Generales no constituye crimen ni pecado, sino adherirse con ingenuidad lindante con la estupidez, pero justificable por la inexperiencia, a un discurso atractivo y excitante que esconde con eficiencia sus fisuras, estereotipos y anquilosamiento, y convierte en tema de trascendencia universal sus anhelos de pasión prefabricada. Excelente, ren
uncié a mis prejuicios y comprendo que cualquiera cediese ante la tentación. No obstante, entre parrandearse y sugestionarse para alcanzar el paraíso psicopatológico, los jóvenes poetas PUCP pretendieron divinizar su oficio cubriéndolo de un halo erótico y extático, y convertirse en santos profanos o sacerdotes de la marginalidad trasladando la poesía a sus actos (equivalente a emular las vidas de determinados poetas icónicos de quienes leían con avidez diarios, biografías o epistolarios), pero evadieron una discusión primordial que los narradores entonces asumimos con extraña sensatez: la fundamentación teórica estilística de la composición.
“Vivir en poesía” impedía a los poetas cumplir esa tarea. Todo rudimento de poética sostenido, de manera expresa o inconsciente, en la inspiración, renuncia a considerar las Artes, en especial, la literatura, como techné, como técnica, como ingeniería de elementos verbales para la constitución de una estructura retórica eficiente. No puede concebirse la poiesis en negación de la techné, son movimientos distintos dentro de un mismo proceso, como inventio y dispositio. Esta visión tecnificadora y racionalizada de la creación literaria desbarataba la glorificación religiosa del oficio poético; implicaba que los escritores declinasen al papel de héroes o lumbreras, dotados de una visión privilegiada y superior al resto de sus contemporáneos, que habían incubado a través de diversos referentes fragmentarios; pero además, con mayor énfasis, supone inscribirse en un universo teórico antes que emotivo, admitir que el pathos textual no puede juzgarse por su veracidad o falsedad, es decir, comenzar a desconfiar en la literatura como imperio de las subjetividades, aceptar que los sentimientos descritos en cualquier poema son elaboraciones verbales y conceptuales, cuya autenticidad jamás podrá comprobarse sino como enunciación de una máscara, las personae de Ezra Pound. Escribir es fingir, mentir, tender trampas, engatusar.
Hubo, sin embargo, poetas ajenos a tanta levedad endémica, que supieron concebir la poesía como un ejercicio intelectual y para quienes el rótulo de poeta PUCP resultaría injusto (aunque estudiaran en la Católica): Manuel Fernández, José Miguel Herbozo, Roberto Zariquiey, Fred Rohner, Elio Vélez, Jorge Trujillo, cada cual imbuido de una vasta amalgama de referentes teóricos y estéticos, cultos y populares, desde los Evangelios, pasando por la poesía barroca, la lingüística, la violencia política, la música criolla, etc. Eran conscientes de trabajar sobre el lenguaje antes que sobre los sentimientos, aun cuando la subjetividad estuviera en juego, insertándose en el debate estético a través de sus poéticas, en ocasiones enunciadas en un poema específico (como “Generativismo” de Zariquiey) o una postura estilística (como la imitación del poeta áureo en el caso de Vélez). Los arriba citados alcanzaron la publicación independiente (y según su suerte, el éxito crítico y el reconocimiento institucional), mientras el poeta PUCP jamás salió de su feudo de fanzines, revistas de tres números, folletos, plaquetas engrapadas o los tomos de Creación Literaria encargados por el Rectorado de EE.GG.LL. para salvaguardar en archivo la memoria del poeta menor. Quizá la mejor explicación a semejante coincidencia apele de nuevo a la racionalización del oficio literario, el compromiso de adoptarlo como medio de elaboración artística antes que moda, pose, consuelo o sucedáneo para el prózac.
Puede reprochárseme que critico actitudes que podrían compatibilizar con la conducta de Carlos y Carlota, la pareja protagónica de espuma! y quienes posibilitarían la exposición del contenido ideológico de la novela. Por fortuna, existe una distancia insalvable que requiere aclararse. La apología de la corporalidad, la libertad individual y el desborde inventivo no son exclusividad del romántico. Carlos y Carlota construyen un universo léxico antes de lanzarse a componer su relación. Buscan una plataforma consecuente que explique su mundo, pero su estatuto jamás es marginal ni alterno, sino una burbuja más de la extensa red de espuma. Carlos y Carlota no viven en poesía, viven en teoría: desde su reconciliación sentimental que transcurre hablando de la ética del escritor, sus aclaraciones lógicas y lingüísticas en torno a la palabra amor, su incursión a la hermenéutica con Trilce V, el concepto de indisolubilidad, el heica, etc. Su relación depende de la dispositio para materializar la inventio, Carlos es capaz de reconocer a Carlota por su manera de escribir. Pocos personajes secundarios quedan exentos de racionalizar sus circunstancias, quizá Chupo sea el menos reflexivo: teoriza Fermín sobre las firmes y jugadoras, teorizan Peter y Lolo sobre mujeres, teoriza Chula sobre fútbol, teorizan todos sobre la amistad.
A veces me pregunto si escribí espuma! pensando también en los jóvenes poetas PUCP que conocí durante seis años de estancia en el Fundo de Riva Agüero, si necesitaba oponer a la utopía trágica del irracionalismo romántico una antiutopía (igualmente utópica) del razonador desconfiado pero optimista fundada sobre la parodia. Quizá porque en secreto deseaba impedir que siga reproduciéndose la insensatez y la imbecilidad, el “Vivir en poesía” que continúa colándose en las declaraciones de alguna poeta que entrevistada por cierto periódico se siente urgida de proponer un manifiesto rápido y compacto. El tiempo me contestará si estaba equivocado; por mientras, prefiero esta respuesta de Carlota ante las dudas de Carlos:
–¿Alguna vez pensaste que podríamos ser marginales, Carlota? –Vivimos en hogares equilibrados obedeciendo a nuestros padres, sacamos las mejores notas del colegio, criamos una mascota, profesamos un “sistema de creencias”... Para marginalizarnos, deberíamos aniquilar esa familiaridad. Imposible, lo siento. Agradécelo.
Descarga Inauguro la sección de descargas con esta ¿reimpresión? virtual y por separado de "Las imbecilidades literarias", el artículo que cita Carlos Gallardo en el cuento homónimo de Parque de Las Leyendas. Para descargar basta con darle clic al link y esperar que aparezca el link de download en la página de Send Space.

http://www.sendspace.com/file/1nvd5v
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Una transacción masculina: al primerito qui’haga añañau le duplico la tanda

“Quizá para otra ocasión tengamos la posibilidad de colocar mayores cantidades de anécdotas que hoy resultan sumamente hilarantes (que en ese entonces quizá hubieran sido motivos de denuncias de abuso al menor) como los correctivos de algunos coordinadores/profesores de religión, aduciendo que tamaño abuso ‘Es por tu bien’”,

comentaba Alfredo en un post anterior, en alusión a determinados métodos de punición escolar que experimentáramos durante once años de formación básica elemental. Sus palabras son reveladoras en diversos sentidos: primero, por situarse temporalmente en retrospectiva, como testimonio de épocas superadas (“en ese entonces hubieran sido”, pero no fueron); segundo, porque quienes aplicaban las reprimendas eran elementos que detentaban una autoridad especial, considerando que estudiábamos en un colegio religioso de larga tradición misionera; tercero, porque los excesos cometidos se escudaban en un discurso paternalista en apariencia pedagógico que justificaba en su simpleza actitudes ahora calificables de agresión; y finalmente, porque, a pesar del ominoso recuerdo que conservemos de semejante sistema represivo, continúa resultándonos “hilarante”, con harta dosis de sadismo y cierto componente masoquista. Por comprensible prudencia, Alfredo no emplea el término específico que describe estos procedimientos, aunque la referencia al “castigo físico” resulte ineludible. Durante décadas, en la educación peruana, los encargados de normas, reglamento o figuras de autoridad similares (regentes, instructores, tutores, profesores de religión, pre-militar) cometieron una cantidad incontable de atropellos contra sus estudiantes de manera sistemática, generalizada y amparados en aparatos de control que validaban sus prácticas. Utilizo este léxico jurídico tipo informe final sorprendido por las enormes semejanzas estructurales entre violencia armada a nivel nacional y violencia autorizada y consentida a nivel colegial. Ambas comparten la impunidad, el silencio, el apañamiento de sectores conservadores y una retórica maquiavélica que, enfocada en una supuesta finalidad altruista, negaba la moralidad de los medios.

Mi generación nació durante el período más devastador del conflicto, conoció en su niñez la hiperinflación, los apagones, el cólera, y se educó durante la dictadura, un período que enmarcan la caída del muro de Berlín (1989) y la expansión de internet (finales de los noventa). El triunfo del libre mercado, cuyo pico sería el superávit americano conquistado por la administración Clinton, forzó en Lima una apertura hasta entonces jamás experimentada hacia nuevas mercancías, pero también hacia nuevas modalidades de consumo que reformulaban nuestros modelos de pensamiento, en particular, una ética más personalista y consciente de la autonomía del individuo, donde el cuerpo dejaba de concebirse como terreno de escarmiento. Sin embargo, seguíamos conviviendo con ideas arrastradas desde la primaria, cuando los jalones de oreja, pelo, patillas, cachetadas, palmazos, reglazos, eran condimento cotidiano, como sería también durante la secundaria, aunque entonces comenzara a provocar mayor resistencia y disgusto. Molestia aparte, lo aguantábamos como hombres, porque quejarse ante nuestros papitos por recibir un correctivo era poco viril, una cobardía, una mariconada, pero también porque muchos fuimos aleccionados por nuestros padres a punta de correazos o cucharonazos, lo asumíamos como un tránsito normal, una negociación de poder, un aprendizaje de los límites. Enterados del sopapo que nos propinaron por armar bullanga en clase, papá o mamá responderían, “pues merecido lo tienes”, nada de apelar al comisario, interrogar al abusivo, exigir su renuncia o despido, etc. Si alguien, socorrido por sus sobreprotectores padres, hubiese osado recurrir al tribunal o protestar en Dirección, sus compañeros de clase lo hubieran batido a muerte por maricueca, por violar una convención tácita de aguantarse los castigos mientras todo se mantenga en las cuatro paredes del aula. Muchos éramos conscientes que cualquier palmetazo a rabiar proporcionaba un dolor agudo pero transitorio, sonaba la campana de salida y estábamos sanos y frescos, sin memoria del brevísimo instante cuando la regla de madera fustigó nuestra mano hasta escocerla. En cambio, cualquier esquela de citación o apunte en el carnet de control podía acarrear consecuencias de mayor alcance, desde una paliza paterna hasta prohibiciones de fines de semana, propinas, televisión o salidas con la novia. Un sistema totalmente incruento, donde la responsabilidad plena se trasladara al criterio hogareño parecía menos conveniente que otro, brusco y prehistórico, poco efectivo, circunstancial, pero inmediato y cerrado.

No pretendo reivindicar el castigo físico ni disculpar a quienes lo adoptaron como rutina, solo intento comprender las estructuras mentales que posibilitaron su supervivencia hasta aquellos años. Tampoco se trata de demonizar a centenares de profesores que investidos de autoridad nos recordaron a cocachos quién imponía las reglas o los millones de padres que nos educaron a nalgadas. La admiración y respeto que profeso por papá no podría mermarse por los correazos que me endilgara de pequeño, pero comprendo que aquellas eran otras épocas, por fortuna, irrepetibles. Nosotros comenzamos a vislumbrarlo cuando un grupo de estudiantes anónimos (entonces se rumoraba que fueron alumnos de 4to E) quebró el pacto implícito y denunció, ante periodistas del programa de César Hildebrandt, a un temido regente encargado de hacernos marchar como patriotas. Los reporteros desmenuzaron su currículum envolviéndolo en un aura macabra y retorcida, quizá cierta, pero exagerada para nuestros ojos acostumbrados a una moral masculina en extremo despiadada y vertical. El escándalo debió provocar su invitación forzosa al retiro y la introducción paulatina de un nuevo paradigma, más moderno y civilizado, coincidiendo además con el razonable tránsito a la educación mixta. Mi promoción asistió al canto del cisne del castigo físico bajo consentimiento social (hago la aclaración porque, para ciertos sectores, el maltrato no ha desaparecido, apenas ha cambiado su valoración y aceptación). Nosotros contemplábamos el espectáculo de la violencia con espíritu risueño porque asumíamos la irrelevancia de los golpes.

Una costumbre del Padre Director a comienzo de bimestre era visitar los distintos salones lista en mano para llamar adelante a cuantos alumnos hayan jalado un curso y cachetearlos en presencia de sus compañeros. Seré sincero: ninguno me provocó el mínimo asomo de piedad, sino unas ganas de reírme por los sopapos que aguantábamos del miedo de ganarnos uno semejante. Casos similares podrían citarse por decenas, como aquel profesor de inglés que palanqueó a un alumno de las mechas, mismo caja de cambios; o cuando cierto regente solucionaba los problemas de indisciplinas haciendo zumbar una especie de puntero; y me pregunto si podría calificarse como castigo físico el mandarnos a ranear cuando llegábamos tarde. Quienes caíamos en desgracia nos convertíamos en momentáneos hazmerreír del resto, pero en cuestión de minutos podíamos volvernos también espectadores del infortunio ajeno, una comedia que atizaba nuestro morbo masculino. Una expectación similar se cernía alrededor de las peleas entre compañeros, pues nadie festejaba al ganador mientras el derrotado se tornaba objeto de burla por algunos días. La violencia era intrínseca a la moral masculina que configuraba nuestra formación como sujetos: su empleo permitido fue monopolio de la autoridad, pero trascendía los estamentos y moldeaba las relaciones interpersonales, con amigos y enemigos. Formaba parte incluso de nuestra manera de divertirnos y comunicarnos. Sin embargo, tampoco vivíamos en estado de perpetuo conflicto, de caos y desbande, los escenarios clásicos de la narrativa juvenil urbano-marginal. Aunque hubo excepciones, no obstante, para la mayoría, esta violencia no representaba un estilo de vida inmutable (el ultraviolento absoluto que protagoniza las ficciones del realismo sucio), sino un recurso eventual, restringido a situaciones concretas, y aplicado en exclusiva al espacio del colegio. Al respecto, el panorama ha variado demasiado poco. A diferencia del repudio generalizado que concita ahora el castigo físico, la violencia sigue condicionando la forma de vincularse entre jóvenes de ambos sexos, quizá porque la desconfianza en el prójimo es el tenor general en una sociedad que, después de décadas de terror y autocracia, no recupera todavía la serenidad.

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El amable traidor, te pone un apodo, te pide un favor



Carlos Gallardo (Buenos Aires, 1944-2008) murió el 21 de diciembre último víctima de un accidente de tránsito. Quienes hayan leído mi cuento “Carlos Gallardo” de Parque de Las Leyendas reconocerán en este fenecido artista rioplatense al sustrato narrativo de mi personaje homónimo, el irracional y efusivo pintor que, casualidades de la ficción, se encuentra en Madrid con otro Carlos Gallardo, becario peruano y escritor. La historia comenzó a bosquejarse cuando, jugando con internet, googleé mi propio nombre y encontré una referencia al cuadro “Quimera”. Perdí curiosidad por conocer demasiado al verdadero Gallardo argentino, quizá porque empezaba a inquietarme su encarnación ficticia y necesitaba transmutar esta chispa en argumento. Nunca sospeché, mientras escribí el relato, que estaba redundando en el tradicional tema del doble o dopplegänger, aunque, producto de mis lecturas de Mircea Eliade (en Mefistófeles y el andrógino), pensaba siempre moverme en el terreno de la coincidentia oppositorum, un espacio menos esquizofrénico, sino dialógico, de confrontación entre dos discursos opuestos e irreconciliables. Ahora, enterado de la trágica muerte de Gallardo, me percato de cuán vinculado podía sentirme con un perfecto desconocido por intercesión de las eventualidades narrativas, esos gemelos diabólicos o alter egos inversos, fruto de la geminación ficcional, hermanos y enemigos de nuestros héroes, como ocurre en espuma! con otro pintor: Daniel Arrué, el Chupo.

La inmensa mayoría de personajes en la novela están emparentados con personas reales o, diríase mejor, con imágenes parciales de individuos que conocí durante mi secundaria, una identidad también postiza, impuesta por el lonsa para propiciar la palomillada. Ocurre por necesidad en cualquier salón de clases y reproduce los órdenes sociales en el microcosmos del aula: siempre tendremos al cholo, al negro, al colorado, al chino, al chato, al gordo, al feo, al marica, al loco, al maleado, al chancón, al florero, al atorrante. No importa que sean o parezcan. Son máscaras, personajes de nuestra commedia dell’arte colegial, del carnaval cotidiano del salón, las cuales subyacen en Miki, Lolo, Peter, el Charro, Javier y otros, en quienes mis compañeros de promoción podrían verse reflejados (en sus actos o personalidad) de manera relativamente indirecta. Sin embargo, ocurre distinto con Chupo, porque jamás conocí a nadie que sirviera de modelo para su composición, fuera de mis propios demonios en búsqueda de un anti-doble. Daniel Arrué es Carlos Mantilla visto en negativo, como Giuliana es una parodia de Carlota y Fermín la antítesis de Miki. Pero, como sucede en Fausto, entre Mefistófeles y Dios existe una suerte de oscura comprensión y hermandad, una conciencia tan extrema de la incompatibilidad discursiva que termina rescatando esos extraños puntos en común, la identidad indispensable de los buenos enemigos. Esa consanguineidad reside en la vocación artística. Chupo se revela a través de sus cuadros, la pintura se adapta a su condición emotiva y cuando el lienzo se torna impersonal, se convierte él mismo en soporte y objeto pictórico de su imaginería de la autodestructividad.

La temática central de la obra del Chupo es el deseo, aunque su vinculación con el sexo como espacio privilegiado de materialización pareciera despertar esas asociaciones subconscientes que describe Carlos: esos cuerpos deformes, esa sensualidad desbordante, esas líneas sin destino, son instantes de vitalidad que se filtran en imágenes y aunque incomprensibles, asoman los temores e inseguridades de un sujeto plagado de ambigüedades morales, capaz de abusar de quien ama, pero atemorizado ante la posibilidad de convertirse en un monstruo. Muchos actos de Daniel son aborrecibles, es machista, petulante, seduce a su doméstica, pero estos alardes de superioridad ocultan al hombre débil, mínimo, inseguro, aquel que acabará por desplomarse siguiendo su propio camino de contradicciones. No obstante, la humanidad del Chupo tampoco se restringe a sus miserias. Ningún personaje, aunque trágico y solemne, se libra de comparecer ante el humor. La función de Arrué como proveedor de pornografía vuelve a conectarlo con las pulsiones subliminales, pero desde una perspectiva populachera y grotesca, donde no existen distingos estéticos ni jerarquías del goce y Las calenturas de Juan Camaney, El día de los albañiles y las calatas de calendario comparten el mismo armario con El último tango en París. La parodia como clave de la experiencia cotidiana, ese hilo conductor que pretendía imprimirle a la novela, alcanza con Chupo su plasmación extrema. Desbocado, engreído, agresivo, irreflexivo, acosado por eros y thanatos, le guardo un afecto especial, quizá porque sospecho que, siendo Carlos Mantilla una especie de ego-superego, Arrué vendría a representar una boceto de ello o id, ese lugar de la personalidad, según el psicoanálisis, donde residen nuestros impulsos biológicos, carnales y de supervivencia, en estado salvaje.

Como deseo y muerte marchan juntos, el último mejor amigo del Daniel crepuscular será el esqueleto del laboratorio de Biología. Acerca de Arnulfo, circulaban en el Claretiano varias leyendas. Según la fecha inscrita en su hueso coxal, murió en los años cuarenta, algunos dicen, durante un accidente de construcción, cuando trabajaba de albañil. Otros contaban que había donado su osamenta expresamente al colegio. Rumores aparte, muchas generaciones de estudiantes aprendimos in situ la ubicación de los huesos del cuerpo humano por intermedio del servicial e inmóvil Arnulfo. Todavía recuerdo los consabidos exámenes orales del profesor Ostolaza, preguntándonos, por ejemplo, dónde estaba el esternón. Para efectos de la evaluación, resultaba inconveniente señalar con el dedo (apuntaríamos a cualquier sitio, a la champa). Entonces, haciendo despliegue de su poca paciencia, Ostolaza nos quitaba el miedo de agarrar al muerto: “¡Pero tócalo pues!”

Carlos y Daniel jamás llegan a conversar sobre arte, pese a conocer sus aficiones. Su grado de confidencia y complicidad es menor, comparado con la empatía mutua de Mantilla, Peter y Lolo. Sin embargo, su compasión hacia Chupo, el sufrir una pequeña fracción de su dolor y acompañarlo en su desgracia sin siquiera conocerla, sugiere, quisiera creerlo, que Carlos presentía, con impotencia, que mediaba entre ambos una irreconciliable, una imposible, una irrealizable hermandad.

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¡Exígete, Gállar!: un público de 80.000 almas en el Santiago Bernabéu


Soy epiléptico, consumo a diario 750 miligramos de un medicamento llamado Depakine Chrono, nombre comercial suizo del ácido valproico que disminuye las probabilidades de una repentina convulsión. El religioso cumplimiento del ritual farmacológico me inhibe de consumir alcohol y café en exceso, produce temblores en mis manos y dolores musculares cuando me ejercito demasiado, dígase, caminando. Sin embargo, no extraño las borracheras tanto como jugar un interminable partido de fulbito entre amigos sin resentir el esfuerzo durante los primeros cinco minutos. Tiempo antes de diagnosticada mi epilepsia, habían comenzado a evidenciarse los estragos de la miopía y la sedentaria vida intelectual y terminaba las pichangas hecho una piltrafa. Ahora, gracias al valproato sódico, no consigo siquiera empezar un match.

Quienes fuimos adolescentes a finales de los noventa no vivimos el desencanto futbolero al extremo que sufren los escolares de esta década. Éramos conscientes de la mediocridad de nuestro fútbol, del impresentable nivel del campeonato, de la violencia rampante apoderándose de las plateas, pero todavía, menos ingenuos, más desconfiados, podíamos ilusionarnos con honestidad. Chile nos eliminó de Francia 98 por diferencia de goles, pero semanas antes habíamos tocado el paraíso cuando derrotamos a Uruguay en el vetusto y acogedor Estadio Nacional, convencidos de que bastaba con empatar para clasificarnos. La decepción se pagaba caro, en especial cuando te golean, pero el fútbol da revanchas y, contrario a varios deportes, donde la indumentaria, los implementos y un escenario acorde son indispensables, pelotear solo requiere gente y algún adminículo propicio para patear, una chapa, una bola de papel o esas botellas de refresco en forma de naranja. Impotentes frente al televisor porque Marcelo Salas nos pintara el rostro aquella noche santiaguina, podíamos reescribir la historia la mañana siguiente en el patio principal y eternizar nuestras propias gestas.

Mi despreciable trayectoria futbolística no estuvo exenta de instantes de gloria pasajera, aquella que olvidas la semana siguiente pero recuerdas años después, cuando alguna imagen, olor o sonido la desentierra de la memoria. La mayoría de escenas, rescatadas de manera fulgurante y nebulosa, provienen del momento final de las clases de Educación Física, bautizado por el magisterio como “hora de deporte”, acaso solemnizando el fútbol-chacra. Como Carlos Mantilla, el protagonista de espuma!, solía jugar la mitad del encuentro como delantero, porque el resto de minutos cumplía stricto sensu las funciones de lauchero, fallando el doble de goles que metía, convirtiendo los difíciles y errando en arco desguarnecido. Cosas del julbo: correrse la cancha era asunto digno de fondistas, seleccionados de atletismo o pichangueros dominicales. Al creciente cansancio, consecuencia de pelotear después del salvaje test de Cooper, se sumaban mi comprobada ineficiencia con el balón, mi irremediable torpeza y ciertos atisbos de inconsecuencia (como pretender colgar arqueros) para completar el perfil elemental del churreta, el jugador hasta las caiguas, el nulo, la madre. Cuando niño, esta jerarquía gravita con crueldad sobre el honor masculino: deben escogerte antes que al gordito de lentes, aunque seas penúltimo. Entre mantequilla y lorna existe una distancia léxica casi imperceptible: ambos están descentrados y relegados. No obstante, acabando secundaria, estas clasificaciones importaban un bledo: la cancha servía para desfogar metafóricamente las cuitas adolescentes o resolver rivalidades personales cobrándose revanchas o imponiendo humillaciones efímeras que podían devolverse la semana siguiente con victorias o fouls arteros. La convivencia desde primaria formaba colleras y sus antagonismos jamás declarados instituía fidelidades, la pequeña tribu de seis o cinco, equipos fijos donde el granulento, los nerds, el pechofrío, el amanerado, los feos, el asmático, todos, incluso tú, tenían un lugar, una lucha, un sueño, una función.

Mis compañeros de promoción me conocieron jugando como punta (o fracasando en el intento). Había optado, desde mis primeros pistazos, por lanzarme al ataque cuando descubrí que la defensa era tarea de corpulentos. Esta vocación ofensiva desesperaba a mis amigos del barrio: para la mentalidad infantil, la delantera es terreno de virtuosos. Pronto descubrí cuánto me gustaba rematar a portería aunque fuera a puntazos y cuando importé esa costumbre a los partidos del colegio, los goles perdonaban mis incontables yerros, pifias y pases sin destino. Quizá entonces se originara mi fama burlesca de goleador gitano, aplaudido un jueves, carajeado el viernes. Mi mejor amigo y hermano de siempre, Alfredo Lapa, acuñó la frase que definiría con cierto sarcasmo ese augurio que quedaba balbuciendo en el ambiente después de cada partido: “Gállar, tú les has hecho goles a arqueros importantes”, una mentira cósmica, pero certera dentro de su falsedad, porque no recuerdo guardavallas de la sección del salón a quien jamás batiera, excepto, paradojas literarias, mi compadre Lolo, cancerbero intratable y extravagante, acostumbrado a volar enviando al córner los disparos más inofensivos. Este discutible renombre de artillero histórico provocaba que varias ocasiones, algunos compañeros de clase renunciaran a pelotear y permanecieran en tribunas presenciando el partido para cantar mis goles imposibles o reírse de mis desaciertos apelando a una distorsión del concepto de fútbol-espectáculo. Una mañana de invierno, volvería a imprimirse una cita memorable, un lema chonguero, un slogan vitalista. Apenas exhibía signos de agotamiento cuando el Chévez, reconocido en el lonsa por sus imprevistas jugarretas y malhabidas huachas, hizo sus manos un megáfono y gritó: “¡Carajo, Gállar, exígete!”, como continuaron reclamándome mis amigos inclusive después del colegio cuando alguna pichanga en Pueblo Libre forzaba el reencuentro, ahora barbados, universitarios, licenciados o padres de familia.

La exigencia de exigirme que me exigiera (un verdadero trabalenguas existencial) puede entenderse como broma, una chispa de sarcasmo, pues conocidas de antemano mis despreciables condiciones atléticas, pedirme siquiera un último esfuerzo era apostar al humor negro. Sin embargo, medio en chiste, medio en serio, admitiré que bastante del cariño y respeto ganado entre mis compañeros de promoción lo debo no tanto al servicio como delegado de estudios, porque figurara entre los primeros puestos pese a dedicarme a conversar, dormir o leer en clase, o porque desde temprano exhibiera mi estrafalaria vocación de escritor (motivos que propiciarían el efecto contrario), sino a aquellos goles errados con arte y fantasía sobre una cancha de cemento, pálida y sucia, donde gozáramos de esplendores fugaces, de irrisorias leyendas que contarles a nuestros nietos.

Bonus: El mundial de nuestra adolescencia, Francia 1998. Como los personajes de espuma!, nosotros también pudimos televisar el partido inaugural (Brasil versus Escocia en Saint-Denis), aunque no recuerdo si el colegio entero presionara para conseguir el consentimiento del Padre Director. Los partidos se transmitían mientras estábamos en clase, pero nos ingeniábamos para escuchar el torneo con nuestros walkman y quienes no traían el aparato en cuestión (temiendo que algún profesor lo descubriera y decomisara), se pasaban preguntando al compañero del costado y difundiendo en teléfono malogrado cada tarjeta, lesión o peligro de gol.


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Parc des Bastions


Cuando sea pertinente develaré las angustiosas negociaciones que rodearon la concepción de la portada de
espuma! Al encontrarme en Ginebra se complicaban las posibilidades de supervisar los asuntos de publicación en la dimensión que deseaba; sin embargo, aproveché la necesidad de proveer una foto de contraportada para ocupar un espacio minúsculo de intervención sobre el aspecto visual del libro, sin sospechar entonces cuán espinosas y enmarañadas serían las discusiones alrededor de un tema de márketing y visualidad, considerado, con ligereza, secundario. Aquel encapotado mediodía del 22 de noviembre, bajo tímidos asomos de aguanieve, las únicas preocupaciones que acaparaban mi mente transcurrían por ubicar pronto una locación adecuada para el retrato y convencer a Cecilia, mi colocataire boliviana, para, café-crême mediante, fungiese de fotógrafa. Mi imaginación había especulado en torno a varios lugares: el jet d’eau a orillas del Léman, el aristocrático barrio de Cologny (en particular el mirador del Museo Fondation Martin Bodmer), el Parc La Grange, la Catedral de Saint-Pierre, la zona comercial de Rive, la Vielle Ville y el Parc de Bastions. Mi intención inicial era privilegiar un panorama o paisaje atractivo de Ginebra conmigo en primer plano, pero relegado al costado. La principal dificultad era climática, estacional: el invierno atenúa el encanto de ciertos parques y cuando la temperatura bordea los 0 grados, el ayuntamiento ordena cerrar el salto de agua. No obstante, todavía quedaban intactos la Ciudad Vieja, núcleo medieval y dieciochesco de Ginebra, emplazado sobre una colina cuyas estrechas rúas embellecen durante los días nubosos, y Bastions, el monumental parque botánico vecino al edificio fundador de la Universidad, cuyos longevos árboles desnudos invocaban la nostalgia de tiempos jamás vividos.

Partimos entonces rumbo al barrio de Plainpalais preguntándonos cuánto nevaría. Había olvidado revisar el reporte meteorológico, era sábado, no publicaban los periódicos gratuitos del tranvía. Cuando llegamos al parque, encontramos andamios de fierro, cables, pequeños contenedores y cajas dispuestos en desorden por la Belle Promenade, un sendero de losetas de piedra perfecto para una caminata otoñal o primaveral flanqueada por la arboleda, ahora capturada por estos trastos, los preparativos para acoger la carnavalesca Fête de l’Escalade, maratón incluida. La aparición de estos perturbadores objetos en la fotografía elegida por los editores de estruendomudo fue indeseada y fortuita, aunque parezcan situadas adrede en una especie de velada instalación o travesura artie. También resultó producto de una feliz casualidad mi posición, mirando volteado casi tres cuartos hacia la cámara como observando a alguien que viene detrás. Desde los primeros intentos, debíamos lidiar con una dificultad técnica que retrasaba cada toma: la cámara digital de Cecilia carecía de zoom mecánico, los acercamientos y alejamientos eran reales, necesitaba adelantarse o retroceder además de cuadrar la altura del objetivo. Para ahorrar la batería del aparato, le sugerí que evitara revisar las fotos o convertirlas a blanco y negro (excepto algunos planos, la sesión se realizaría absolutamente en color). Mientras buscábamos otro punto de Bastions donde realizar otro juego de tomas, me adelanté por un instante mientras Cecilia ensayaba el ángulo adecuado y al percatarme que estaba rezagándose, me volví a apurarla y acabé capturado en megapíxeles. Mantuve la fotografía en el paquete que enviara horas después vía e-mail a Lima, aunque mis preferencias decantaban por otro edificio en background, el café Papon de Vielle Ville.

Diversos episodios de mi reciente vida universitaria ginebrina involucran al Parc de Bastions como escenario. La mayoría de clases en Letras transcurren en el neoclásico edificio homónimo y su satélite apodado Aile Jura y aunque al principio me refugiaba a escribir o consultar libros en la Biblioteca de Español en el Bâtiment des Philosophes, después del lamentable incendio que sufriera esta antigua escuela de química hace siete meses, la tradicional Bibliotèque Publique et Universitaire, ahora Bibliotèque de Genève, se convirtió en espacio preferido de trabajo silencioso. Durante los meses de verano, las áreas verdes adyacentes al edificio se pueblan de estudiantes en picnics espontáneos o tomando una siesta bajo el sol. Sin embargo, Bastions también puede transformarse en escenario de intervenciones plásticas, pseudoartísticas, políticas o publicitarias. Todavía recuerdo mi participación, a sueldo, en una campaña de sensibilización organizada por Helvetas, una ONG local dedicada a temas ambientales y sanitarios en el Tercer Mundo. Cecilia trabajaba como voluntaria en esa institución y necesitaban personal de apoyo para colgar unos afiches alusivos al dispendio del agua y el mejoramiento de las condiciones de higiene en África y Latinoamérica. Con ironía y dureza, el mensaje consistía en una señal de “baño ocupado” que debía colocarse en arbustos y ramas de árboles. En letras más pequeñas, solo perceptibles para quienes se acercaran atraídos por la curiosidad, podía leerse la cantidad de personas, alrededor del mundo, que en pleno siglo XXI, continuaban defecando al aire libre, privados de toilets y sistemas de alcantarillado idóneos, como disponía cualquier que gozase de los beneficios de la modernidad.

Aquella oscura tarde del 22 de noviembre, regresé a mi apartamento en Acacias aterrado de ilusión (porque desde hace tiempo, ilusionarme me causa un pánico tremendo), creyendo quizá que el libro soñado tomaba forma y una parcela de Ginebra, esa ciudad tan ajena y propia, amada y sufrida, asomaría en la carátula de espuma! Hace veinte días, Cecilia se despidió de este departamento en colocación que compartiera durante tres años y medio con estudiantes de diversas regiones del mundo, de idiomas, idiosincrasias y cocinas distintas. Nuestra convivencia de dieciocho meses me aportó incontables lecciones, algunas culinarias, otras de naturaleza práctica, pero también una amistad sincera, un ejemplo del ejercicio de la tolerancia y una espléndida foto de contraportada.

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Una habitación prestada para oficiar el cónclave (por quinquésima vez): Melanie


Mi generación clasemediera conoció todavía, a mediados de los noventa, una división masiva entre colegios exclusivos de mujeres y varones. Preservan este modelo conservador la mayoría de grandes unidades escolares y ciertos planteles religiosos que demoran en evolucionar, como hiciera el Claretiano desde 1995, cuando liberalizó su primaria abriéndose a la educación mixta. Nosotros presenciamos esa revolución de lejos, condenados hasta graduarnos a permanecer en el feudo de nuestra brutal legalidad masculina. Respecto del sexo opuesto, la separación conducía por senderos inexorables a una circunstancia gnoseológica, positiva o negativa, según se juzgue, pues entrar en contacto inicial con aquellas muchachas deseables e incomprensibles, cuyos caprichosos tours de force y emociones volubles podían excitarnos o devastarnos, nos obligaba a observarlas con prolijidad y bosquejar una tipología que explicase su errático comportamiento, aunque nuestros esbozos taxonómicos siempre estuviesen, por necesidad, equivocados. Las sabias pero desacertadas palabras de Fermín en torno a “firmes” y “jugadoras” serían una muestra de excelencia teorética mal administrada por una mezcla de inexperiencia e impajaritable hambruna.

Sin embargo, no temería equivocarme al asumir que todo grupo de amigas ostenta un espécimen como Melanie: frívola, inoportuna, torpe y orgullosa de su vasta ignorancia. Buena chica, pero tonta con ganas y casquivana sin remedio. Conocimos muchas, innumerables melanies durante nuestra secundaria (con distintos grados de superficialidad y desatino), y quizá fuimos propensos a enamorarnos de alguna, la carne es débil. No obstante, guardo una simpatía especial por la lealtad llana del personaje, esa clase de amigas que ajena a sus aficiones y peculiaridades intelectivas se demuestra capaz de resguardar una amistad hasta las últimas consecuencias, tolerando, engriendo, apoyando o prestando la recámara de sus padres para acoger los encuentros premaritales de su eterna compinche. La generosidad de Melanie es colosal como ingenua. Un personaje erudito, malpensado y subversivo como Carlota requería, por complementariedad, una confidente en las antípodas para concretar ese incruento polemos burlesco, esa coincidentia oppositorum que constituye la parodia, como ocurre de manera diametral, entre los hombres, con Carlos y Lolo. Cuando bosquejaba, hace mucho tiempo, versiones primigenias de espuma!, consideré la posibilidad de ubicar a Melanie como contraparte y compañera de Carlos, acentuando el contraste radical entre el delegado de estudios intelectualoide y la cándida fashion victim. Hubiera resultado bastante cómico explotar esas disparidades mediante la farsa, pero en términos de complejidad argumental, el emparejamiento con Carlota siempre me pareció más fructífero, incluso a nivel estilístico.

Desde luego, Melanie nació con Carlota, como hermanas gemelas, o diríase como producto de mi mayor vicio narrativo, la geminación, aquellas parejas de personajes unidos por un destino común o circunstancias diametrales. Por tanto, habita el universo espuma! desde su prehistoria, siempre como secuaz incondicional de Carlota, pendiente de chicos, música y ropa. Sin embargo, incluso habiendo contemplado la posibilidad de convertirla en protagonista del relato, jamás llegué a escribir un capítulo o borrador de episodio focalizado en Melanie. Ahora, mientras retrocedo años atrás en intensas temporadas de reescritura, me pregunto cómo hubiera sido relatar desde la mirada de un personaje propenso a soltar la proferir las barbaridades más disparatadas y epifánicas producto de la justicia poética que redime al habla inculta. Como experiencia, me figuro, sería divertidísima, en especial, si escribiera una versión alternativa de la escena primera del Capítulo II, donde quedaba irresuelto un aspecto de la trama secundaria cuando Carlota escapa del billar persiguiendo a Carlos y abandona a su suerte a Melanie delante de siete claretianos ineptos o latosos. Entonces, quisiera imaginarlo, ocurriría algún evento grotesco consecuencia de la desproporción numérica, de la frustrante calentura o porque, según creíamos cual evangelio o verdad científicamente comprobada, las mujeres suelen envanecerse en compañía de muchos hombres. Diésese cualquier escenario, Melanie se habría amañado para divertirse a costa del primer galán incauto o aprovecharía sus habilidades tentaculares para coquetear en simultáneo con su séquito heptagonal. In illo tempore, admitámoslo, algunos chicos justificábamos aquellos rebajamientos como inversión a futuro, en caso la presa picara el anzuelo y después, a recuperar con intereses, toqueteo y lengüetazo.

Para finalizar, otra nota nostálgica. Entre las múltiples reuniones femeninas del grupo de Carlota, mi favorita es aquella que carnavaliza la solemnidad de Semana Santa, Día de las Blasfemas que comen churrasco y bistec o Día de las Agnósticas sin Anfetaminas. La recuerdo porque Melanie, borracha, carea a una recia morena azuzando un conato de encuentro boxístico que termina con lesiones y porque entonces tenía sentido burlarse de quienes todavía se abstenían de comer carne durante Viernes Santo. La observancia rigurosa de la tradición contemplativa, del pescado, del Sermón de las Siete Palabras, de Ben Hur o El manto sagrado, se desvanecería a finales de los noventa, cuando, hago memoria, mi familia comenzó a desentenderse del duelo pascual y reservar una parrilla en algún camping de Chosica o Chaclacayo, con ingentes cantidades de chorizo, salchicha y costillar.

Bonus: Otro video de Youtube. El clásico "Mil horas" de Los Abuelos de la Nada. Melanie tararea algunas canciones suyas durante el quinceañero de Carlota luego de fraguar "una amalgama de roncola y champán que gangrenaría el hígado a cualquier jornalero de Construcción Civil". Espero que, influenciada por el alcohol, también cantara y destrozara este tema, eternizado en la voz de Andrés Calamaro.

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Hablaba como película en fast-forward


Bienvenidos a espuma!, el blog dedicado a mi reciente primera novela que, asumo, algunos tendrán entre manos y comenzaron a hojear. Al momento de plantearme la pertinencia de estrenar una página web destinada a promover la discusión alrededor del libro, revivió en mi mente un proyecto adormecido desde las épocas de Parque de Las Leyendas: acercar mi literatura al terreno todavía incipiente de la creación interactiva. Internet ha expandido las ventajas del consumidor como jamás ocurriera en la historia del arte permitiéndole liberarse de su habitual pasividad y obligando a reevaluar los medios de distribución de productos estéticos. Este proceso involucra a los artistas como productores siempre y cuando aceptemos el desafío de crear comunidades en línea y ofrecer mayores beneficios a nuestros lectores. Por ejemplo, una novela podría publicarse de manera periódica en paralelo a los debates, recomendaciones o encuestas realizados en el marco de foros, twitters o comments. La publicación virtual facilitaría la integración de nuevos lenguajes, la experimentación con multimedia, e incluso la posibilidad de convertir al consumidor en segundo autor.

Sin embargo, mientras no cuente con la tecnología adecuada, este blog me ayudará a propiciar es diálogo con el lector interesado en conocer espuma! al detalle e interactuar con la novela de manera distinta. Esta bitácora cumple además con diversos propósitos complementarios que espero satisfacer a medida que lanzo nuevos artículos. El primero, revelar el proceso de construcción de espuma! desde diversos ángulos: los embriones del relato, las circunstancias envueltas bajo el manto de la ficción, las personas que inspiraron su escritura, los textos ajenos que influyeron el proceso de creación y corrección, sea absorbiéndolos o simplemente admirándolos, mis ambiciones estilísticas, mis opiniones sobre diversos asuntos relativos al argumento y los personajes, y como ejercicio de nostalgia, la época que describo. Mi intención es elaborar un metatexto que acompañe a la novela ampliando la información en torno a su composición y su universo.

En segundo lugar, quisiera aprovechar esta página para responder las interrogantes que algunos lectores deseen enviarme y despejar sus dudas (siempre desde mi perspectiva). Pueden escribirme a cgallardoym@gmail.com y recibirán una respuesta personal en cuanto sea factible. Las preguntas más ingeniosas o complejas serán objeto de sendos posts. Contactar con los lectores entronca con mi tercer propósito: ofrecer, a través del blog, “contenido adicional”, con fines de entretenimiento, como encuestas, descargas directas de algún capítulo extra (con lanzamiento del episodio inédito previsto para febrero) y otros materiales que permitan conocer mejor el mundo narrado en la novela. Finalmente, con cierta periodicidad, espuma! funcionará como extensión del Diario de Ginebra que abandoné meses atrás, un espacio personal de opinión miscelánea (literatura, política, artes) y testimonio de mi aprendizaje y estancia en Suiza. Los comentarios, peticiones y aportes creativos del público serán siempre bienvenidos mientras no fomenten el spam (mensajes basura o publicitarios). Internet es el último espacio donde pelear nuestra libertad integral, siéntanse en casa para pronunciarse, proponer o teorizar con entera soltura. Espero volver a encontrarnos bajo la excusa de esta novela que contiene y compromete demasiado de quien tardó tanto en escribirla, descartarla, reescribirla y corregirla hasta la saciedad. Un saludo desde las orillas de Léman.

Carlos Gallardo

Bonus: Una pista de audio en Youtube. Mediando el capítulo II, nuestros protagonistas se citan en Pueblo Libre y atraviesan el barrio histórico, "una travesía de retorno a los orígenes" hasta llegar a Jesús María. También se menciona que cantan "El entierro de los gatos" (1965), del mítico grupo sesentero limeño Los Saicos, precursores mundiales del punk (incluso antes que The Sonics) y leyendas del garage rock. Siempre me pregunté como Carlos y Carlota cantarían este tema crudo y burlesco, interpretado de manera canónica por un ronquísimo Erwin Flores. Me imagino que pésimo, como ordena la doctrina. Una advertencia: absténganse quienes tengan reparos a entrarle a la onda garage o aguardan una performance melodiosa.


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espuma!

  • Cazador de autogoles
      Nací en Jesús María en febrero de 1983. Estudié primaria y secundaria en el Colegio Claretiano de Maranga entre marzo de 1989 y diciembre de 1999. Obtuve el bachillerato en Literatura Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde trabajé durante siete semestres como jefe de prácticas de Redacción, Narrativa y Teatro. En 2004, publiqué mi primer libro de cuentos, Parque de Las Leyendas, bajo el sello estruendomudo. Soy epiléptico, melómano y liberal. A diferencia de centenares de intelectuales, el ajedrez, las instalaciones y el cine me importan un bledo. Edad media, Beatles, Joyce, filosofía política, Champions League, televisión y manganimé figuran entre mis temas preferidos, dependiendo del humor. Actualmente, vivo en Acacias, Ginebra, donde curso una maestría en Lenguas, Literaturas y Culturas Hispánicas. Comunicación por correo a: Avenue Industrielle, 5 Appartement I12 1227 Acacias/Genève O via e-mail a: cgallardoym@gmail.com

  • Ginebra, 2008 (Foto: Cecilia Viscarra)

    Carismáticos o anticorps

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