“Quizá para otra ocasión tengamos la posibilidad de colocar mayores cantidades de anécdotas que hoy resultan sumamente hilarantes (que en ese entonces quizá hubieran sido motivos de denuncias de abuso al menor) como los correctivos de algunos coordinadores/profesores de religión, aduciendo que tamaño abuso ‘Es por tu bien’”,
comentaba Alfredo en un post anterior, en alusión a determinados métodos de punición escolar que experimentáramos durante once años de formación básica elemental. Sus palabras son reveladoras en diversos sentidos: primero, por situarse temporalmente en retrospectiva, como testimonio de épocas superadas (“en ese entonces hubieran sido”, pero no fueron); segundo, porque quienes aplicaban las reprimendas eran elementos que detentaban una autoridad especial, considerando que estudiábamos en un colegio religioso de larga tradición misionera; tercero, porque los excesos cometidos se escudaban en un discurso paternalista en apariencia pedagógico que justificaba en su simpleza actitudes ahora calificables de agresión; y finalmente, porque, a pesar del ominoso recuerdo que conservemos de semejante sistema represivo, continúa resultándonos “hilarante”, con harta dosis de sadismo y cierto componente masoquista. Por comprensible prudencia, Alfredo no emplea el término específico que describe estos procedimientos, aunque la referencia al “castigo físico” resulte ineludible. Durante décadas, en la educación peruana, los encargados de normas, reglamento o figuras de autoridad similares (regentes, instructores, tutores, profesores de religión, pre-militar) cometieron una cantidad incontable de atropellos contra sus estudiantes de manera sistemática, generalizada y amparados en aparatos de control que validaban sus prácticas. Utilizo este léxico jurídico tipo informe final sorprendido por las enormes semejanzas estructurales entre violencia armada a nivel nacional y violencia autorizada y consentida a nivel colegial. Ambas comparten la impunidad, el silencio, el apañamiento de sectores conservadores y una retórica maquiavélica que, enfocada en una supuesta finalidad altruista, negaba la moralidad de los medios.
Mi generación nació durante el período más devastador del conflicto, conoció en su niñez la hiperinflación, los apagones, el cólera, y se educó durante la dictadura, un período que enmarcan la caída del muro de Berlín (1989) y la expansión de internet (finales de los noventa). El triunfo del libre mercado, cuyo pico sería el superávit americano conquistado por la administración Clinton, forzó en Lima una apertura hasta entonces jamás experimentada hacia nuevas mercancías, pero también hacia nuevas modalidades de consumo que reformulaban nuestros modelos de pensamiento, en particular, una ética más personalista y consciente de la autonomía del individuo, donde el cuerpo dejaba de concebirse como terreno de escarmiento. Sin embargo, seguíamos conviviendo con ideas arrastradas desde la primaria, cuando los jalones de oreja, pelo, patillas, cachetadas, palmazos, reglazos, eran condimento cotidiano, como sería también durante la secundaria, aunque entonces comenzara a provocar mayor resistencia y disgusto. Molestia aparte, lo aguantábamos como hombres, porque quejarse ante nuestros papitos por recibir un correctivo era poco viril, una cobardía, una mariconada, pero también porque muchos fuimos aleccionados por nuestros padres a punta de correazos o cucharonazos, lo asumíamos como un tránsito normal, una negociación de poder, un aprendizaje de los límites. Enterados del sopapo que nos propinaron por armar bullanga en clase, papá o mamá responderían, “pues merecido lo tienes”, nada de apelar al comisario, interrogar al abusivo, exigir su renuncia o despido, etc. Si alguien, socorrido por sus sobreprotectores padres, hubiese osado recurrir al tribunal o protestar en Dirección, sus compañeros de clase lo hubieran batido a muerte por maricueca, por violar una convención tácita de aguantarse los castigos mientras todo se mantenga en las cuatro paredes del aula. Muchos éramos conscientes que cualquier palmetazo a rabiar proporcionaba un dolor agudo pero transitorio, sonaba la campana de salida y estábamos sanos y frescos, sin memoria del brevísimo instante cuando la regla de madera fustigó nuestra mano hasta escocerla. En cambio, cualquier esquela de citación o apunte en el carnet de control podía acarrear consecuencias de mayor alcance, desde una paliza paterna hasta prohibiciones de fines de semana, propinas, televisión o salidas con la novia. Un sistema totalmente incruento, donde la responsabilidad plena se trasladara al criterio hogareño parecía menos conveniente que otro, brusco y prehistórico, poco efectivo, circunstancial, pero inmediato y cerrado.
No pretendo reivindicar el castigo físico ni disculpar a quienes lo adoptaron como rutina, solo intento comprender las estructuras mentales que posibilitaron su supervivencia hasta aquellos años. Tampoco se trata de demonizar a centenares de profesores que investidos de autoridad nos recordaron a cocachos quién imponía las reglas o los millones de padres que nos educaron a nalgadas. La admiración y respeto que profeso por papá no podría mermarse por los correazos que me endilgara de pequeño, pero comprendo que aquellas eran otras épocas, por fortuna, irrepetibles. Nosotros comenzamos a vislumbrarlo cuando un grupo de estudiantes anónimos (entonces se rumoraba que fueron alumnos de 4to E) quebró el pacto implícito y denunció, ante periodistas del programa de César Hildebrandt, a un temido regente encargado de hacernos marchar como patriotas. Los reporteros desmenuzaron su currículum envolviéndolo en un aura macabra y retorcida, quizá cierta, pero exagerada para nuestros ojos acostumbrados a una moral masculina en extremo despiadada y vertical. El escándalo debió provocar su invitación forzosa al retiro y la introducción paulatina de un nuevo paradigma, más moderno y civilizado, coincidiendo además con el razonable tránsito a la educación mixta. Mi promoción asistió al canto del cisne del castigo físico bajo consentimiento social (hago la aclaración porque, para ciertos sectores, el maltrato no ha desaparecido, apenas ha cambiado su valoración y aceptación). Nosotros contemplábamos el espectáculo de la violencia con espíritu risueño porque asumíamos la irrelevancia de los golpes.
Una costumbre del Padre Director a comienzo de bimestre era visitar los distintos salones lista en mano para llamar adelante a cuantos alumnos hayan jalado un curso y cachetearlos en presencia de sus compañeros. Seré sincero: ninguno me provocó el mínimo asomo de piedad, sino unas ganas de reírme por los sopapos que aguantábamos del miedo de ganarnos uno semejante. Casos similares podrían citarse por decenas, como aquel profesor de inglés que palanqueó a un alumno de las mechas, mismo caja de cambios; o cuando cierto regente solucionaba los problemas de indisciplinas haciendo zumbar una especie de puntero; y me pregunto si podría calificarse como castigo físico el mandarnos a ranear cuando llegábamos tarde. Quienes caíamos en desgracia nos convertíamos en momentáneos hazmerreír del resto, pero en cuestión de minutos podíamos volvernos también espectadores del infortunio ajeno, una comedia que atizaba nuestro morbo masculino. Una expectación similar se cernía alrededor de las peleas entre compañeros, pues nadie festejaba al ganador mientras el derrotado se tornaba objeto de burla por algunos días. La violencia era intrínseca a la moral masculina que configuraba nuestra formación como sujetos: su empleo permitido fue monopolio de la autoridad, pero trascendía los estamentos y moldeaba las relaciones interpersonales, con amigos y enemigos. Formaba parte incluso de nuestra manera de divertirnos y comunicarnos. Sin embargo, tampoco vivíamos en estado de perpetuo conflicto, de caos y desbande, los escenarios clásicos de la narrativa juvenil urbano-marginal. Aunque hubo excepciones, no obstante, para la mayoría, esta violencia no representaba un estilo de vida inmutable (el ultraviolento absoluto que protagoniza las ficciones del realismo sucio), sino un recurso eventual, restringido a situaciones concretas, y aplicado en exclusiva al espacio del colegio. Al respecto, el panorama ha variado demasiado poco. A diferencia del repudio generalizado que concita ahora el castigo físico, la violencia sigue condicionando la forma de vincularse entre jóvenes de ambos sexos, quizá porque la desconfianza en el prójimo es el tenor general en una sociedad que, después de décadas de terror y autocracia, no recupera todavía la serenidad.